viernes, 28 de marzo de 2008

Estándares: políticas de individualidad portátil

Nuestros aparatos de comunicación actuales son funcionales 1) si son aptos para trabajar en todas las situaciones, y 2) si son consistentes entre ellos. O lo que es lo mismo: 1) Queremos que todo el mundo se adapte a nuestro estándar, y 2) deseamos que todas las máquinas tengan el mismo lenguaje. Y ¿de qué manera definimos el interfaz sino como el sistema visual y táctil mediante el que se relacionan hombres y máquinas –que por naturaleza debe ser unitario- y el lenguaje matemático con el que hablan las propias máquinas? El interfaz es el imán: la piedra alrededor de la cual toda nuestra comunicación gira.

La movilidad se acelera cuando la gente crea lenguajes comunes con los que entenderse con desconocidos. El lenguaje mismo ha sido y es el principal interfaz de comunicación. El lenguaje fronterizo ha sido siempre crisol social y los imperios disponen de muchas fronteras. El ejemplo del pidgin (pronunciación china de la palabra inglesa business) es bien conocido: un inglés híbrido hablado por numerosos asiáticos de principios del siglo XX, a través de los largos (mal)tratos comerciales con los británicos . El spanglish, en su fondo, es otro ejemplo más actual. Son lenguas resultados de las diferencias. La búsqueda de un código común es la esencia misma de la comunicación.

Pero si la lengua ha sido esencial en esas transmisiones culturales e imperiales, los nuevos lenguajes electrónicos y digitales plantean nuevos alcances en la elaboración de sistemas comunes y adaptados a usos simples y directos. No se trata ya de crear hibridaciones hechas de fricciones, sino de unificar el conjunto general en un solo código, siguiendo la pauta de la “ley natural” de la tecnoeconomía fundamentada en la creación de estándares. En la nueva religión de la conectividad universalizada, no tiene ningún sentido pelearse con lenguajes de máquina extraños.

El homo mobilis da por hecho que todo el mundo es móvil también, que utiliza sus mismos estándares, y de hecho constata una realidad. El estándar rige el imperio de la movilidad. Cuando uno se desplaza por ahí, lo que desea es que el ordenador ajeno frente al que se sienta tenga “el” sistema operativo, para no tener que perder el tiempo. El caso de los cajeros automáticos y el sistema actual de despliegue gráfico por menús dan buen ejemplo de ello. La mayoría de displays gráficos en las pantallas se configuran a base de menús; un lenguaje nacido en el ordenador a principios de los años 80, e inmediatamente aplicado a los cajeros automáticos, y más tarde a todos los sistemas de información sobre pantalla. El menú proporciona multivisión de opciones (no ampliables) y da la seguridad de poder “deshacer” una decisión ya tomada. En el sensible caso de los cajeros automáticos, que encontraron una gran reticencia inicial entre un público temeroso del error mecánico o de la suplantación de identidad, la “reversibilidad” en la elección de opciones constituyó un gancho directo y personal. Más adelante, abundaremos más en este punto. El estándar informativo con el que las máquinas se comunican con nosotros es imperativo, en el sentido que genera total dependencia en el usuario, ya que bajo el falso manto de la facilidad de uso, quedan monopolizadas las posibilidades de percibir otros modos diferentes de organización visual.

La portabilidad crea estándar a la fuerza. Antes de la aparición del ferrocarril en 1841, las horas que marcaban los relojes públicos de Bristol y Londres eran diferentes. Cuando en la primera eran las 6:15, en la City eran las 6:00 . A nadie le importaba puesto que a nadie afectaba esa diferencia horaria. Las relaciones entre las ciudades se sucedían a una velocidad en la que los minutos y los segundos contaban relativamente. Con la aparición del tren –o del telégrafo- y la implantación de los horarios, las horas se unificaron, en beneficio de un “sistema de integración interno del tiempo” que la propia máquina impone en los usuarios. Los horarios de los transportes modernos transformaron de manera definitiva nuestra concepción del tiempo productivo en todos los ámbitos: el laboral, el escolar, el lúdico, el familiar, el del viaje. Todo se rige por un lógica ordenada del tiempo, que informa da sentido a todo. Más tarde, la portabilidad virtual de los artilugios de comunicación del siglo XX, añadiría al deseo de transportarse uno mismo, el de transportarlo todo a uno mismo. Esta distinción es esencial, pues confirma la definición del estándar como una plataforma común sobre la que cada individuo o industria despliega su contenido. La percepción de los estándares como simples escenarios a rellenar ha cegado una crítica más profunda del carácter expansionista de la comunicación, puesto que el “sistema común” se concibe dentro de una jurisdicción cerrada e innegociable: la libertad del individuo y su derecho inalienable a comunicarse y recibir información, en cualquier parte y en todo momento.

La movilidad y la portabilidad obligan al establecimiento de estándares que hagan operativa nuestra gestión en y con el mundo. Sin dejar a nadie fuera. La propia noción de la ordenación temporal establece medidas para saber dónde está uno respecto a su punto de partida. En el tortuoso camino de la exploración colonial, la conquista de interfaces ha sido unos de los botines más preciados. La búsqueda centenaria de un sistema para el cálculo marítimo de la longitud terrestre inició el camino hacia una hora mundial, establecida, por supuesto, en “el punto de partida”, en Greenwich , Inglaterra, en 1833. La transportabilidad lleva pareja el uso de un interfaz consistente que permita al viajero medir su posición de la misma manera y en cualquier parte del mundo. Por tanto, el mundo debe adaptarse a él. Si por algo se perciben tan contiguos el colonialismo del siglo XIX y XX y la globalización actual es por el hecho que si antes no se concebía un territorio "sin movimiento", ahora no se concibe un tiempo autosuficiente, ajeno al sistema. “Ninguna cultura debe quedar aislada”: esta fue la línea que adoptó Estados Unidos a finales de los noventa en una revista, Correspondence, editada por Daniel Bell, y en la que se condenaba aquellas sociedades que no quisieran convertirse en “globales”.

El único tiempo que corre es el individual, vendido como un tiempo privatizado pero en plena armonía con el todo, gracias a las tecnologías y las técnicas de gestión. Los aeropuertos, las estaciones de tren, los vehículos: todos funcionan de la misma manera y no confunden al usuario. Los botones de ordenadores, y de los cientos de pequeños aparatos de cocina, personales, etc., están diseñados para que sean identificables y similares a todos los demás: consistentes, en el lenguaje del diseño. Los individuos despliegan su movilidad gracias a una comunión comunicacional con su entorno. El lenguaje de la máquina lo arropa.

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