viernes, 28 de marzo de 2008

Coyote y Correcaminos: superjeto y objetil

Hace ya algunos años pude explicarme uno de los fantasmas que desde mi niñez televisiva me venía acompañando. Recuerdo aquellas tardes del sábado, pegado a la televisión, junto a mi hemano, esperando con ansiedad una nueva entrega del Coyote y el Correcaminos. Ya entonces me hacía ciertas preguntas: ¿Cómo se puede ser tan tonto para estropearlo todo en tan poco tiempo? ¿Cómo era posible que el destino se cebara tanto en ese pobre Coyote? Aparte de mi fascinación por todos aquellos aparatos e inventos que de nada le servían, y además de mi más profunda repulsión por aquella retorcida avestruz, ya de pequeño, lo recuerdo con claridad, pensaba que había truco escondido. Que en alguna parte de la historia estaba la clave para entender todas aquellas contradicciones. Hoy sé que la historia que nos contaban era un sutil discurso sobre el deseo cristiano, sobre la conformidad social frente a lo que no podemos o no nos dejan conseguir. Pero, por otro lado, también sé que Coyote era una fabulosa metáfora sobre la tecnología contemporánea, sobre el concepto de velocidad y sobre la gestión institucional de esa idea.

El Coyote luchaba contra la velocidad, contra un mundo que iba más rápido que si mismo, contra un objeto de deseo inalcanzable, no porque no pudiera ser atrapado, sino porque iba demasiado rápido. Por esa razón, el Coyote se pasaba el día equipándose con todo tipo de artilugios, es un superjeto, en la terminología de Deleuze; necesitaba de esas máquinas, de esas prótesis para ponerse al diapasón del mundo (de Correcaminos, un objetil) para establecer una relación igualitaria. Sus máquinas casi siempre eran dispositivos de velocidad, tecnologías de desplazamiento. El Coyote era una especie de cyborg; un ser consciente de que para dejar de ver las cosas emborronadas tenía que ponerse a la misma velocidad que esas cosas. Y no pocas veces lo conseguía. Aunque, eso sí, preocupado por correr como la maldita avestruz, nunca se acordaba de comérsela en el momento oportuno.


La fábula del Coyote y el Correcaminos sin duda no fue nueva, pero quizás ha sido de las primeras en llegar simultáneamente a millones de personas en un mismo instante, a través de la televisión. En realidad, fue Galileo quien puso la primera piedra de este debate: un agujero en el que mirar a lugares muy lejanos. Con la invención del telescopio, el astrónomo italiano y otros que le siguieron establecieron que las distancias eran tan enormes y relativas que se hacía necesario un total replanteamiento de la idea de velocidad. Más que eso; con el telescopio se hacía patente que para establecer la más mínima noción empírica de velocidad era necesaria la "máquina"; artefactos que fueran capaces de deducir la distancia, de conquistar el espacio. La ciencia, desde el Barroco, es un puro ejercicio por dominar la velocidad; desde los más diminutos e infinitesimales procesos físico-químicos, que se producen en nanomilésimas de segundo hasta las más progresivas transformaciones cósmicas; desde nuestros constantes cambios de humor hasta las infinitas variables que hacen de un proceso histórico algo voluble. Todo se convierte en probabilismo, la ley jesuita del relativismo. Todo pasa a componerse de posibilidades, de variaciones. Se trata de dominar la variable para así estar más preparado en el momento de su fantasmagórica aparición. Es decir, nos equipamos con determinadas tecnologías, como el telescopio, el microscopio, para analizar procesos más allá de nuestra simple percepción sensorial; nos damos máquinas fotográficas o de cine para captar una realidad huidiza; nos compramos televisores, radios u ordenadores para dar sentido a una velocidad de comunicación y gestión de información que funciona a kilobytes por segundo; e inventamos el tren, el coche o el avión para convertir la distancia en algo táctil, a la luz de aquellas tecnologías decimonónicas, como el telégrafo, que auguraban una velocidad suprema en la información del mundo.

Con el telescopio, el hombre podía detectar astros a años luz de la tierra; los podía ver pero no los podía tocar, como le pasaba al Coyote. Toda la ciencia pasó a fundamentarse en la idea de predicción; de análisis empíricos que pudieran demostrar cosas que eran intangibles, que estaban muy lejos pero que podíamos observar con nitidez en el cristal de la máquina frente a nuestro ojo. Es extremadamente difícil fotografiar un átomo; cuando lo iluminamos, éste sale despedido. Lo que vemos del átomo es un rastro, a través del cual deducimos su existencia. La velocidad de fuga es el objetivo a medir. Observar los astros suponía calcular el tiempo que la luz tardaba en llegar a la tierra, con el propósito de fijar así la fecha real de los planetas en el momento de su observación. La ciencia, en realidad, pasaba a ser ciencia-ficción o, mejor dicho, ciencia-predicción, ciencia-búsqueda a fin de entender lo que se vé en el cristal. Una ciencia producto de la necesidad de predecir, como si de una voluntad militar se tratara: la anticipación ante hechos que existen, cuya probabilidad y existencia está corroborada. Los ordenadores, sin ir más lejos, son lo que son porque se originaron en contextos, como los militares, en los que la predicción es fundamental: el cálculo balístico o los escenarios de estrategia que requieren cómputos enormes con montones de variables. Las reglas de esa ciencia-predicción las encontramos hoy por doquier: en las estrategias de inversión en bolsa, en las decisiones a tomar por un jugador frente a la cónsola de un video-juego, en la realidad virtual en dónde podemos simular un edificio que aún no ha sido construido, o en los comentarios de revista en los que señalan los errores científicos de la serie Star Trek (¿cómo se pueden conocer los errores científicos en el diseño de una nave espacial del año 4000?).

Esto tiene mucha enjundia, si se paran un momento a pensar en ello. Si la ciencia emprende una carrera para establecer aquello que puede pasar, entonces es toda una tentación crear una realidad en función de aquello que ha de venir. Ya ven que ésto tiene mucho de religioso, y desde luego no es por casualidad. La ciencia la hemos hecho teleológica, es decir, existe en función de algo futuro, de una manera muy similar al modelo religioso. La ciencia, al mostrarnos que hay cosas posibles, demostrables en el cristal de la mirilla o de la pantalla pero aún no asimilables rompe de cuajo los modelos clásicos de la realidad y de la ficción, para comprometerlo todo en un estado de probabilidades y simulación, de tests de cercanía respecto de lo que se vé al final del telescopio. Esas probabilidades ciertamente acaban afectando a nuestro propio presente, puesto que en el entramado de poder legislamos la realidad con los ojos puestos en ese día que llegará. Legislación que invariablemente viene establecida institucionalmente y que legitima los propios mecanismos científicos por su capacidad de predicción y de registro.



1 comentario:

Roger Haus dijo...

suuper interessant ^_^