viernes, 28 de marzo de 2008

La seguridad del estándar

En una cultura que se debate entre el derecho a la privacidad y la publicidad de la misma, y frente a la ausencia de canales de construcción social, la seguridad de los medios (y del sistema vinculado a/por ellos) ha alcanzado grados de paroxismo. Los valores de movilidad y portabilidad han quedado directamente afectados por la sugestión de la inseguridad y la búsqueda de arquitecturas y protocolos de protección.

La portabilidad tecnológica ha sido posible gracias a la miniaturización de los aparatos y a la digitalización y satelización del espacio radioeléctrico mundial durante los últimos veinte años. Nuestros móviles, portátiles, tarjetas de crédito, archivos internet, etc, se mueven en un espacio con plena cobertura. Esa disponibilidad de servicios instantáneos en nuestros aparatos portátiles nos hace percibir la movilidad únicamente en términos fetichistas e ilusionistas de la máquina, integrada en nosotros de una manera casi protésica. Sin embargo, nos olvidamos que la movilidad actual también responde a un proceso integracionista en los lenguajes: el espacio externo se ha hecho un lugar sugerente porque da seguridad. Esa seguridad se basa en que todas las máquinas utilizan el mismo lenguaje y admiten los mismos formatos. Un individuo móvil fija gran parte de su esquema de seguridad en la tecnología; en la certeza de que, esté donde esté, conocerá las reglas de uso que le permitirán negociar las situaciones de riesgo. Los interfaces por tanto deben estar unificados: si no fuera así, la movilidad sería una inutilidad productiva. Si no fuera así, no habría tantos turistas en medio mundo (715 millones en el año 2002).

En una sociedad cada vez más conectada y más dependiente de su propia conectividad como paradigma de seguridad, surgen a menudo paradojas que retratan la sensacional transformación en el funcionamiento de nuestras relaciones sociales y políticas. Una de ellas procede del afincamiento generalizado del protocolo como mecanismo regulador de nuestra accesibilidad y como dispositivo fundamental de nuestra seguridad y de la del sistema.

Con la aparición de Internet, determinadas fórmulas de identificación y acceso propias del entorno militar han ido consolidándose paulatinamente en la esfera civil. Ciertamente, el desarrollo de Internet ha ido evolucionando del concepto altamente centralista del C+C (Command and Control) hacia una red formada por múltiples redes distintas, independientes las unas de las otras, pero unidas gracias a lenguajes "compatibles". Así, la noción de compatibilidad ha sido uno de los argumentos líderes en el crecimiento de la red y, en la práctica, una obsesión de pensadores, ingenieros, industriales, políticos y usuarios de Internet. En realidad, el sostenido auge de Internet desde principios de los años 90 se debe casi en exclusiva a la búsqueda denodada de protocolos, de llaves, que puedan vincular con gran seguridad y sin pérdida de datos multitud de sistemas y lenguajes informáticos, algunos de ellos muy dispares entre sí. Al fin y al cabo, el mismo nombre de Internet refleja que se trata de un sistema "entre redes". Se trataba pues de hallar un estándar que sirviera de lenguaje común.

La carrera por esos estándares comenzó desde el momento en que la NSF (National Science Foundation), el organismo oficial del gobierno norteamericano para la legitimación de aplicaciones científicas, unificó diversos centros de computación en 1985, pero sobre todo cuando permitió el uso comercial de Internet en 1991. Con anterioridad, la investigación sobre lenguajes de programación ya había abierto buena parte del camino, pero ésta estaba sobre todo encaminada a sistemas de escritura informática lo más útiles posible y no tanto a facilitar lenguajes comunes entre distintos sistemas.

La consecución de protocolos, de lenguajes universales que permitan conectar fuentes dispares, es una premisa que filósofos, científicos y humanistas han remarcado prácticamente desde el Barroco. Leibniz fue el primero en buscar un sistema de comunicación simbólica que se adaptara a cualquier modelo lingüístico existente. Lo llamó Characteristica Universalis: "Mediante este lenguaje universal, cualquier información del tipo que sea podría grabarse sistemáticamente en símbolos abstractos con lo que cualquier problema de razonamiento podría ser articulado y resuelto." En 1867, Melville Bell, padre de Alexander Graham Bell, uno de los principales inventores del teléfono, desarrolla el Visible Speech, un alfabeto universal capaz de codificar unitariamente sistemas diversos. Y en 1943, Noam Chomsky, vinculado en aquellos días a la investigación militar en el Laboratorio Psico-Acústico de la Marina de los EEUU en Harvard, propone una Gramática Universal con el mismo fin.

Indudablemente, la persecución de esos estándares que hicieran compatibles lenguajes diferentes ofrecía la posibilidad de crear un sistema fluido de comunicación e interacción, pero a la vez abría la caja de los truenos en la medida que el uso de un lenguaje universal ponía sobre la mesa graves cuestiones de seguridad ya que cualquiera que dispusiera del código simbólico pertinente podía introducirse sin más en una vasta y a menudo delicada red de información. He ahí el inicio de una paradoja antes apuntada, que en nuestros días tiene ya un carácter central.

Los protocolos nos sirven para movernos en la red con inmediatez y con la seguridad de que las traducciones funcionan. Protocolo procede del griego protokollon, que designaba a la hoja adherida a la portada de un manuscrito y que contenía titulares o pequeños resúmenes de los contenidos del texto. De esta manera, se facilitaba la búsqueda de los temas y ayudaba a la comprensión de escrituras a mano de difícil lectura. El protocolo también ha sido tradicionalmente entendido como el conjunto de regulaciones y acuerdos que los países o instituciones se han dado entre ellos para "corregir" las diferencias de costumbres y usos culturales y diplomáticos. Es una manera de asegurarse que no habrá malentendidos y de agilizar las relaciones oficiales.

De la misma forma, el protocolo en el actual entorno comunicativo se define como el "conjunto de normas que permiten estandarizar un procedimiento repetitivo" entre sistemas informáticos . Entre los protocolos más conocidos por el público, destacan aquellos directamente vinculados a Internet y a los sistemas combinados de telefonía por satélite como el http o el wap. Todas estas llaves nos permiten vincularnos a una red común y convertir los diferentes sistemas en unos códigos que todas las máquinas puedan leer e interpretar.

Ahora bien, parece claro que cuando los diferentes sistemas convivían separadamente, sin protocolos comunes, el grado de seguridad propia era mucho mayor, dado que las fronteras entre unos y otros eran mucho más difíciles de cruzar, aunque el precio a pagar fuera la falta de conectividad y una cierta autarquía. En la actualidad, la situación es completamente opuesta: la unificación ofrece ilimitadas posibilidades de intercambio y distribución de información, pero los riesgos sobre la seguridad de un sistema integrado por protocolos se intuyen enormes. Esto es, el establecimiento de llaves comunes lleva automáticamente a generar procesos complejos de encriptación y codificación que aseguren que la globalidad de las redes no suponga la destrucción de éstas. El interfaz, el estándar son la garantía de ello.

La seguridad tecnológica se basa en que cada uno de nosotros disponga de su propio código de acceso, lo que además nos legitima como ciudadanos electrónicos de pleno derecho. Pero al mismo tiempo nos parece que la gestión de esas contraseñas por parte de las empresas del sector puede infringir gravemente nuestro derecho a la intimidad y seguridad personal. Otra de las contradicciones de esta nueva frontera membranosa entre lo público y lo privado. Sin embargo, el afianzamiento de los interfaces interactivos desde los años 80 ha supuesto un cambio importante en la percepción del necesario entorno de seguridad que se pretende crear con las máquinas. Ello sin duda se debe a una aplicación de la interactividad cada vez más simple en su uso pero más amplia en sus prestaciones. La máquina responde, creándose en definitiva una relación familiar, personal, fiable. La trama de confianza y seguridad que han urdido los interfaces entre usuario y máquina es enorme, y condiciona sin lugar a dudas una percepción más global del fenómeno tecnológico.

La seguridad del usuario electrónico actual se basa en la reversibilidad: en la seguridad de que un error puede ser corregido. En los primeros interfaces comerciales de ordenador, desarrollados por Xerox y Apple a finales de los 70, la premisa fundamental de los psicólogos era que la reversibilidad (Sí-No-Cancelar) no sanciona directamente la ineficiencia o error del usuario sino que le amplia el espectro de seguridad de una manera pedagógica, a la vez que ayuda a entrenarle a la hora de proceder con la máquina. En el manual de interfaz de Apple Computers del año 1984 se lee: “Puedes animar a la gente a explorar tu aplicación mediante el recurso al perdón. Perdón significa que las acciones en el ordenador son generalmente reversibles. La gente necesita sentir que puede intentar cosas sin dañar el sistema; crear redes de seguridad para que la gente se sienta confortable aprendiendo y usando tu producto […] Avisa siempre a la gente antes de iniciar una tarea que cause pérdida irremediable de datos. Las cajas de alerta son una buena manera de alertar a los usuarios. Sin embargo, cuando las opciones se presentan claras y la respuesta es apropiada y pronta, aprender a usar un programa debería estar relativamente exento de errores. Esto quiere decir que cajas de alerta frecuentes son una buena indicación de que algo va mal en el diseño del programa.”

El usuario no siente ese constante Sí-No-Cancelar como algo molesto sino que lo acepta como algo fundamental, vinculado al alto grado de estima que tiene para él o ella la seguridad. La aparición de interfaces de ese tipo socializó a los usuarios en el nuevo dominio de relaciones digitales, evitando susceptibilidades y generando una confianza en la posibilidad de deshacer los pasos realizados hasta el momento. Es interesante advertir que la acción de guardar los datos en el ordenador, muchos lo llaman “salvar”; como si el entorno computacional fuera en realidad un oscuro camino lleno de trampas, a la manera de los videojuegos. Observemos el revelador comentario de un adolescente en el año 1983 tras su experiencia con un ordenador Sinclair: “El otro día, cuando estaba utilizando un procesador de textos, intenté salvarlo. Me había pasado toda la mañana tecleando. Empecé a las 8 de la mañana y acabé a la hora de comer. Con que hagas un solo error, ya es basura. Te da pánico. Es un asco teclear y me quise asegurar de salvarlo. Así que lo salvé todo en una cinta [cassette] sin apagar la máquina. Entonces llevé la cinta a la máquina de un amigo mio, para ver si podía descargarlo allí. Si era posible, entonces lo había hecho bien. Tuve suerte, porque no perdí esas ocho horas frente al teclado”.

En 1976, los ingenieros de los laboratorios Wang se dieron cuenta de que muchos usuarios de equipos de procesamiento de palabras estaban aterrorizados ante el hecho de perder el trabajo de todo un día tras pulsar inadvertidamente la tecla errónea. Y no eran sólo secretarias quienes se quejaban de tales acciones: en 1981, el ex-presidente Jimmy Carter perdió algunas páginas de sus memorias al apretar una tecla errónea en un ordenador Lanier de 12.000 dólares. Una llamada a la empresa llevó a ésta a elaborar un disco de utilidades que permitió a Carter recuperar los datos del disco duro original. Los ingenieros de Wang llevaron a cabo un diseño que hiciera que estos errores no pudieran ocurrir. El acceso a las órdenes se producía a través de una simple pantalla de menús. Años más tarde, el diseño de Wang sería conocido por el cliché de "user-friendly" (“fácil para el usuario”, o también de GUI, Graphic User Interface, o interfaz gráfico de usuario). Si el usuario se equivoca, ya es sólo un problema de su propia adaptabilidad y adecuación, no una cuestión de la máquina.

Todo el sistema del interfaz gráfico de usuario se basa en la idea de la consistencia. Los elementos deben ser consistentes entre ellos y en la manera en que los hacemos operar. Cuando una caja de diálogo aparece frente a nosotros en la pantalla del ordenador, en la que tenemos tres opciones a operar -SI-NO-CANCELAR-, si le damos a la tecla INTRO, por defecto activaremos la función SI. Esto es lo que significa consistencia: que en cualquier ordenador y en cualquier aplicación, sea de la marca que sea y con cualquier sistema operativo, la tecla INTRO significará SI. La consistencia es el meollo de la seguridad, de la reversibilidad y del estándar. Con la consistencia no solamente damos por más segura nuestra relación con el ordenador sino que supone la herramienta principal en el proceso de aprendizaje, de exploración y de expansión de su uso, porque aunque nos encontremos ante un programa nuevo, sabemos que hay una serie de acciones que son idénticas siempre: Ctrl+S, Ctrl+O, INTRO, etc.

Esa nueva actitud respecto a la gestión de la seguridad, en el sentido de que se requiere de una responsabilidad individual en la salvaguarda general del sistema, contrasta con la desaparición de la responsabilidad pública de esa salvaguarda. La paulatina extinción (privatización) de las políticas gubernamentales en el espacio público, en el dominio energético, en el mundo laboral, en la gestión de la solidaridad, etc., tiene como eslógan de cobertura la "activa responsabilidad personal" en este nuevo mundo desregularizado y atrapado en las no-leyes del mercado.

Un ejemplo obvio de esta situación es la aplicación y percepción del automóvil. La velocidad es el valor fundamental de nuestro sistema cultural y moral. Sin embargo, parecería lógico que velocidad y seguridad debieran darse de la mano para una verdadera operatividad social. Pero no ha sido así en el caso del coche. Hemos acordado entre todos que el valor de la velocidad se sitúa más alto en la jerarquía que el de la seguridad.

De entre todas las máquinas con finalidades civiles inventadas durante el siglo XX, el automóvil ha sido con distancia el ingenio que más vidas se ha cobrado. En España, mueren entre 75 y 100 personas en accidente de coche o moto cada semana . ¿A qué otra máquina se le permite causar la muerte de esta manera? ¿qué pensaríamos si los teléfonos móviles le quitaran la vida a 10 personas cada semana o cada mes o cada año, o que el uso de los ascensores alcanzara tal volumen de siniestralidad? Sobre el automóvil, nuestras sociedades han depositado una suerte de contrato con el mundo mecánico, un contrato de seguridad, incluso una especie de constitución, de carta magna. Los accidentes de tráfico, ocurridos desde el principio de la historia del coche, han continuado hasta nuestros días y jamás se ha puesto en práctica una política de restricción. El accidente representa el aviso público de los efectos de la ineficiencia del usuario respecto a la gestión de la máquina (y de la velocidad), y también la multa máxima -la muerte o las secuelas-, circunstancia que tiene carácter de ley, por lo definitivo.

Está plenamente establecido que la responsabilidad de un accidente de tráfico es siempre estrictamente individual. Es ahí en donde hemos fijado la variable de la seguridad. La posible ineficiencia social con las máquinas de los pasajeros que mueren en accidentes de autobús o de tren o de avión nada tiene que ver con sus muertes. Es por eso que ese tipo de accidentes despiertan mayor atención y cobertura informativa. Nos despierta más sentimientos, porque es injusto. Es una tragedia inmerecida para aquella gente, aunque un profesional -el conductor- pueda haber fallado. Los accidentes de coche se justifican moralmente porque la responsabilidad es precisamente individual. La propia libertad personal es el argumento que sostiene este modelo moral, y que podemos constatar públicamente en las imágenes publicitarias de coches. Libertad individual y velocidad quedan así casadas en el inconsciente. Y de paso, se asimila sin problemas el enorme número de bajas "colaterales" en las carreteras del mundo entero.

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