viernes, 28 de marzo de 2008

Estándar, portabilidad, expansionismo

“Lo que pasa es que esa máquina no se cansa”, se quejaba un lugareño congolés en 1883, cuando no podía perseguir, harto ya de remar, los barcos a vapor que remontaban el río Congo.

La portabilidad occidental es expansionista: pero ahora llevada a los cuatro confines del mundo individualmente. La unificación de protocolos, estándares e interfícies en la utilización global de las TCI portátiles hace de los usuarios los personalizados caballos de Troya de un sistema bulímico y no poco anárquico de información, cuyo principal enemigo son sistemas que no reconocen los propios. Y a los que se ataca sin piedad: “El motor y la radio son el alma de nuestras divisiones de turistas, que se entrenan o simulan la guerra relámpago”.

El interfaz es el imán, el polo que atrae y condensa toda nuestra comunicación. Y a su alrededor crea sistema, urbaniza y estructura. Kittler ha constatado que “la digitalización de la información elimina las diferencias entre medios individuales. El sonido y la imagen, la voz y el texto se reducen a efectos de superficie, conocido por los consumidores como interfaz”. Vivian Sobchack ha analizado esta cultura del interfaz a la vista de que “la televisión, los videocassettes, los grabadores y reproductores de video y los ordenadores personales, todos forman un sistema representacional incluyente cuyas varias formas se “interfacializan” para constituir un mundo absoluto y alternativo que incorpora al espectador/usuario a un estado descentrado espacialmente, debilmente temporalizado y casi incorpóreo”. Enzensberger, ya hace años, visualizó también el sistema del interfaz como un proceso hacia una total unificación: “Satélites de noticias, televisión en color, televisión por cable, cassettes, cintas de video, videograbadoras, videofonos, estereofonía, técnicas láser, procesos electrostáticos de reproducción, impresión electrónica de alta velocidad, máquinas de composición y aprendizaje, microfichas de acceso electrónico, impresión por radio, ordenadores a tiempo compartido, bancos de datos: todos estos nuevos medios están formando constantemente nuevas conexiones tanto entre ellos como con medios más antiguos como la impresión, la radio, el cine, la televisión, el teléfono, el teletipo, el radar, etc. Todos ellos están claramente uniéndose para formar un sistema universal”.

En la cultura extrema de la conectividad, la realidad se convierte en un catálogo apologético de la totalidad de los objetos tecnológicos: “al consumir un objeto, uno los consume todos”, ha señalado Richard Stivers, porque sólo en uno se reflejan todos los demás, gracias a la unificación proporcionada por el interfaz. Tampoco es ajeno a esto el hecho de que el proceso de concentración y estandarización haya llevado a los usuarios a concebir la experiencia del consumo en términos homogéneos, como perspicazmente ha intuido el historiador Brian Winston. La homogeneización producida por la unificación de estándares conlleva un rechazo radical de los usuarios de líneas que no sean continuas, como cuando Coca-Cola tuvo que suspender su intento de cambiar el sabor de su producto, al ver cómo auténticas masas se echaban a la calle para protestar. No deja de ser interesante observar cómo se activan actitudes más vinculantes, socialmente hablando, sólo en el momento en que los estándares son puestos en peligro. Tampoco es baladí que eso ocurra, casi en exclusiva, en el dominio comercial.

El estándar y el interfaz son algo más que simples espacios y pantallas de comunicación. Son en realidad una técnica social, una norma en las relaciones políticas y culturales. Jacques Ellul habló en los años sesenta de cómo la técnica integra a la máquina en la sociedad: “Construye el tipo de mundo que la máquina necesita e introduce orden donde el traqueteo incoherente de la maquinaria amenaza ruina. Clarifica, organiza y racionaliza: hace en el dominio de lo abstracto lo que la máquina hizo en el dominio del trabajo. Es eficiente y aporta eficiencia a todo.” El interfaz es la grasa que hemos construido para que las máquinas adopten un sentido lógico en la mentalidad social; incluso para que el espectáculo sea vivido como “espacio social” al permitir que los códigos de interpretación sean percibidos como horizontales e integradores.

Además, el lenguaje digital, principal impulsor de la importancia moderna del interfaz, es imperativo, esencialmente por causas de “seguridad”. Todo lo que no es digital debe hacerse digital: “Mientras más complicado sea un aparato manufacturado por los métodos de ingeniería tradicionales, sus fallas serán más imprevisibles, catastróficas y difíciles de solucionar”, ha intuido el escritor mexicano Naief Yehya. La tecnología analógica está comenzando a ser percibida en términos problemáticos pues puede llegar a cercenar la fluidez comunicativa dentro del sistema. La naturaleza de lo “analógico” se ve como ralentizadora, puesto que no crea a su alrededor las “necesarias” condiciones orgánicas de crecimiento y progreso. El desplazamiento de la tecnología analógica a la digital en el ámbito de los móviles así lo confirma. Gilles Deleuze propuso la metáfora del “filum maquinal” como el proceso de autoorganización por el que los elementos del universo alcanzan un punto crítico y comienzan a cooperar para formar una entidad de más alto nivel. Yehya, siguiendo esa vía, apunta una idea fundamental en este sentido: el proceso de organización de la comunicación actual se percibe como orgánico, natural. Los elementos simples se unen, en un proceso de comunión, para producir organismos más complejos, como si de biología tratáramos. Aquellos elementos que no facilitan esa complejización deben ser separados. La visión de una evolución tecnológica darwiniana basada en una relación orgánica entre los distintos formatos y medios (solapándose, pasándose el testigo, interfacializándose) comporta una total biologización del discurso maquinal. No es extraño, pues, que el descubrimiento del ADN (ácido desoxirribonucleico) –el principal hallazgo de los años sesenta- creara lo que ha venido en llamarse el “paradigma de la información”; la información como principio de organización por sí mismo: “El código genético fue el código, y la transmisión se convirtió en la manera preferida de enfocar todo tipo de información”. El término “paradigma”, de hecho, se estableció como estándar en el ámbito científico desde que en 1970, el filósofo científico Thomas Kuhn utilizara el término para describir “aquellas realizaciones científicas universalmente conocidas que, durante cierto tiempo, proporcionan modelos de problemas y soluciones a una comunidad científica” . El propio Kuhn ya intuyó las potenciales analogías del “paradigma” en el desarrollo tecnológico de su momento.

En este ambiente de inclusividad, no sólo se acaba juzgando lo que es operativo o no en función de la necesaria dependencia de los factores del sistema, sino que también se condena el propio concepto de autonomía, algo que les guste o no a los tecnófilos, sigue suponiendo la principal traba para un mayor desarrollo del imperio. Porque la historia también nos muestra que no siempre la creación de estándares ha sido posible, y que existen posibilidades de sustraerse a ello. En 1875 se creó en París la Agencia Internacional de Pesas y Medidas. Sin embargo, sigue habiendo muchas divergencias en el uso de medidas en diferentes países y regiones. La encendida cuestión de los diversos anchos de vía ferroviaria llevó a muchos países, España entre ellos, a adoptar estrategias nacionalistas respecto al tema, como es el caso de la conducción automovilística por la izquierda en Gran Bretaña. Los continentes siguen utilizando diferentes voltajes, tomas de luz distintas, etc. La batalla continental por el estándar de televisión ha dado lugar a múltiples sistemas, incompatibles entre sí: PAL, NTSC, SECAM, etc. El monopolio de Microsoft está siendo contraatacado día a día. El inglés, aunque imperante, es seguido de cerca por otras lenguas que están recibiendo cada vez más atención internacional como el castellano o el árabe; etc.

Los casos son ingentes; tantos que, a primera vista, parecen poner en solfa la tendencia imperativa de los estándares. Indudablemente, es un espejismo dado el evidente crecimiento exponencial de los códigos comunes en todo el mundo. Sin embargo, el mantenimiento de muchos de esos “casos” nos indica hasta qué punto las tan cacareadas líneas de globalización encuentran más dificultades para expansionarse de las que habría que suponer. Las estrategias de marketing (y la presión nacionalista) tienen mucho que decir en la creación de esas barreras: con ellas, se protegen mercados de posibles invasiones de la competencia (las “regiones” de los formatos de DVD; los sistemas televisivos, etc). Pero, ¿hasta qué punto no podemos considerar algunos de estos frenos a la universalización de sistemas como simples resultados de la voluntad de grupos sociales y culturales en mantener la identidad cultural frente al torrente global? ¿Por qué no considerar la diferencia de voltaje eléctrico de la misma manera que percibimos las diferencias gastronómicas o lingüísticas entre diversas culturas y sociedades? A menudo, la obsesión por la estandarización de los sistemas de comunicación lleva a aculturizar los trasfondos sociales que les dieron vida. El entusiasmo contemporáneo por la conectividad parece haber convertido en anatema los sistemas locales o territoriales: no se busca la creación de interfaces, sino que se imponen unos determinados.

La persecución del interfaz integrado promete un espacio perfecto en dónde modelar todas las experiencias posibles, sin distinción alguna de países, culturas o clases. Sin embargo, para construir esa suerte de “espacio cero”, se aplaude como necesaria la erradicación de todo vestigio de lógica cultural localista, aquellas que existían en los tiempos pre-portátiles; aquellas que todavía hoy existen, “entorpeciendo” una verdadera comunicación integrada.
Para evitar esos inoperativos frenazos en la consecución de la ubicuidad y de la movilidad dentro de un mundo plenamente colonizado, los poderes realizan esfuerzos continuados de vigilancia, creando suprasistemas que como un paraguas universal ofrezcan al individuo la posibilidad de operar en dónde sea y bajo cualquier circunstancia. Así, en 1978, el ejército de los EEUU lanzó al espacio el NAVSTAR (Navigation System with Timing And Ranging), el primero de una serie de 24 satélites que, junto a estaciones de recepción terrestre, formarían un sistema de establecimiento de posición a nivel planetario (latitud, longitud y altura) con un margen máximo de error de 20 metros. Desde el lanzamiento en 1994 del último satélite previsto, el sistema es conocido como Sistema de Posición Global o GPS. Todos los satélites son controlados en la base aérea de Falcon, Colorado. No será hasta 1980 que se permitió el acceso de la industria civil a algunas de las aplicaciones GPS, como la telefonía movil y la cartografía. Al GPS, le seguirían un miriada de satélites de los EEUU, Europa y Japón, prácticamente dedicados en exclusiva a las comunicaciones civiles.
El espectáculo de la integración acaba convirtiéndose en una estética, en una tecnoestética: “Todo el mundo vé el mismo mundo alterado, experimenta el mismo entorno total. La fantasmagoría asume la posición de un hecho objetivo y natural: se convierte en norma social. La adicción sensorial a una realidad compensatoria acaba siendo una forma de control social”. Control social, que no sólo se observa en el ámbito de los medios de comunicación de masas, sino en la propia estructuración de un sistema laboral globalizado y supuestamente idílico.

La evolución de los estándares en los sistemas de las máquinas en todo el mundo hace de sus habitantes seres potencialmente ubicuos: pueden desplazarse donde quieran, plenamente sincronizados: pueden buscar nuevos horizontes personales y laborales; pero también pueden ser desplazados a donde sea porque saben utilizar las máquinas. El caso de la explotación laboral por empresas de tecnología es un buen ejemplo de cómo el conocimiento de las técnicas de ensamblaje de los trabajadores locales ha generado el desplazamiento de la industria hacia otros continentes en busca de mano de obra barata; o ha provocado las recientes migraciones internas en el Sudeste asiático, en México, en Brasil, o en Marruecos a una escala más reducida. Allí, las “maquiladoras”, o empresas de ensamblaje de los componentes ya fabricados procedentes de las matrices norteamericanas, europeas o japonesas, han supuesto gran parte de la producción económica de la década de los 90. La movilidad ofrecida por una sociedad en la promesa de una constante experiencia espacio-temporal ideal, trepidante y fantasmagórica, es asumida por muchos trabajadores como la fragilidad de un tiempo laboral desarraigado y miserable.

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